miércoles, 16 de septiembre de 2009

ALGUIEN DIJO: ¿INTER-CUENCAS?

ALGUIEN DIJO: ¿INTER-CUENCAS?
Rodando por los caminos del Perú

Para el pueblo Ishma (s. XII al s. XV d.C.), cuyo principal centro de desarrollo fue la ciudad de Pachacámac, no sería raro ver que algunos de sus habitantes se alejara caminando por entre las montañas que separan los valles de los ríos Lurín y Rímac, pues estos hombres dominaron por tres siglos dichos espacios y abrieron extensos caminos entre los cerros inhóspitos, llegándose a consagrar como buenos agricultores, pescadores y comerciantes. Más tarde el pueblo Ishma fue asimilado pacíficamente al imperio Inca, legándole sus caminos (pre-Incas) que habían construido entre el desierto y el pingüe valle del Rímac.
Otrora los tiempos fueron distintos, ahora nadie caminaría 40 km para ir de Pachacámac a Chaclacayo, cruzando los cerros, con la intensión de llevar un mensaje o de hacer algún intercambio comercial, pues para ello están las vías de comunicación más modernas.

Así transcurrió la vida bucólica de los Ishmas, hasta que un 6 de setiembre del 2009 un grupo de cicloviajeros del club CTP se propuso unir las cuencas de los ríos Lurín y Rímac generando expectativas de la temeraria ruta seguida por los antiguos peruanos.
Bajo este contexto, guiados por el sano hábito de la aventura, otros ciclistas alistaron sus mejores caballos de aluminio o fierro y se lanzaron a la ruta desconocida. Se agruparon KeniroBike, Ytodoapedal y RodandoPerú y, por su parte, MTB Riders Perú hizo lo propio.

El recorrido total fue de aproximadamente 100km y el tiempo que duró todo el periplo fue de 13 horas aproximadamente.
De La Molina a Chaclacayo fue como un juego de computadoras, sorteando los inefables cuadrúpedos rodantes de nuestro parque automotor.
Ya en Chaclacayo (puente los Ángeles) éramos ocho: Gerson, Kamary, Pedro, Edgar, Juan, Eduardo, Aldo y yo. Carlos se disculpó con Gerson y dijo que no vendría. Pedro desistió antes de California y emprendió el retorno. En este lugar nos abastecimos de lo necesario antes de partir hacia la Quebrada California y de ahí a Chontay y Cieneguilla.

La trepada, por la margen izquierda del Rímac, es de inicio suave, pero se va inclinando ligeramente hasta llegar a un lugar llamado “Asociación de vivienda Rinconada de California”. Tras cruzar las rejas metálicas que dan acceso a este poblado la ruta se va poniendo cada vez más exigente y la carretera se vuelve una trocha carrozable, asimismo el verdor del valle del Rímac se va perdiendo inmisericordemente tras nuestras espaldas. Al mirar a nuestro frente, en lontananza, se observa un árido paisaje rodeado por una cadena interminable de cerros, el camino se inclina más cuesta arriba y a duras tientas vas rodando con tu velocípedo ganándole metros a la altura.

Luego de 30 minutos de ascenso ya se esbozaban los primeros jadeos que nos iban a acompañar durante las tres horas que nos tardaría coronar la cima. En nuestro primer descanso comenzaron las bromas sobre a quién se le había ocurrido tamaña empresa de cruzar la sierra de Huarochirí para llegar a la costa. Sin lugar a dudas era una cosa de locos estar allí tratando de maniobrar una bicicleta que apenas podía rodar por aquel terreno pedregoso y arenoso, era casi imposible pedalear por aquel camino y si lograbas hacerlo avanzabas muy poco, así que a caminar se ha dicho, un poco de ciclotrekking no nos caería mal, después de todo poseemos los genes de los chasquis y no había porque molestarse.

A medida que íbamos subiendo el silencio se apoderaba completamente del paisaje y el sol de medio día no daba tregua para recuperarse del cansancio, la sensación de sed era cada vez más intensa pero había que controlarla como sea pues el próximo lugar de reabastecimiento era Chontay y se hallaba como a 15km de distancia. La última bodega que vimos en California no fue más que un vago recuerdo en ese instante.

Después de 30 minutos más de ciclocaminata ya se podía vislumbrar la tan ansiada cima, sin embargo el inclinado y abrupto sendero se mostraba inexorable con nosotros y, de vez en cuando, nos hacía perder la paciencia y el espíritu aventurero que nos había llevado por esos lares, no obstante el buen humor se mantuvo en todo momento y había que reírse de todo, hasta de nosotros mismos, para no colapsar en el intento.
Aldo y Eduardo decidieron adelantarse, luego le siguieron Edgar y Juan, mientras que Gerson, Kamary y yo nos quedamos rezagados por algún tiempo. Ya en la penúltima curva, antes del abra, nuestro estado físico había empezado a sufrir los rigores de la ruta, por mi parte, apenas podía arrastrar mi bicicleta con las manos, mis niveles de glucosa disminuían considerablemente cada vez que retomaba el viaje, casi todo los alimentos energéticos y proteicos que llevé para el camino los consumí antes de llegar al abra. Mí último recurso fue beber un complemento alimenticio que había reservado para esa ocasión, el cual tuve que compartirlo con Gerson y Kamary, pues consideré una falta de consideración a mis amigos bebérmelo yo sólo en un momento tan crucial de nuestras vidas. Lo lamentable de todo fue que el complemento alimentico tampoco funcionó, el desgaste físico era tan grande que nuestras fibras musculares usaron los micronutrientes a la velocidad de la luz, así que tuvimos que resignarnos a seguir caminando y jalar nuestras bicicletas a duras penas hacia la codiciada cima. Más tarde, Kamary sacó fuerzas de la serpiente que llevaba en su pecho y emprendió la estampida cuesta arriba hasta coronar la cima, le siguió Gerson, alentado por el furor de su hermano, mientras que yo decidí quedarme a descansar a la vera del camino y aprovechar a tomar unas fotografías de ese paisaje portentoso, silente, casi abiótico, donde los únicos habitantes parecen ser unas cactáceas imponentes (tipo candelabros) y unas herbáceas de flores amarillas que compartían el hábitat con unas frágiles gramíneas, además de algunas escurridizas lagartijas que se mimetizaban con las rocas.

Después de casi dos horas y media de abrupta subida estaba yo en la cima, a 1600 msnm aproximadamente, la vista desde allí era impresionante, a un lado se desdibujaba el valle del Rímac y al otro lado lo único que se podía ver era la soledad perpetua atravesada de cerros y más cerros que para nada dejaban ver el valle del río Lurín, nuestro próximo objetivo, pero eso es otra historia, por ahora había que saciar el hambre de nuestros cuerpos famélicos que eran capaces de tragarse el atún con lata y todo, un poco de limón, unas cuantas galletas y mucha agua para soportar el implacable sol que nos iba a acompañar durante todo el descenso.

El descenso tardó cerca de dos horas y media, el primero en lanzarse fue Aldo, le siguieron Eduardo y Edgar, los tres se lanzaron por aquel camino de herradura que se mostraba al inicio fácilmente cleteable. Los cuatro restantes nos quedamos a esperar a que Kamary hiciera milagros con la llanta de la bicicleta de Gerson que, a pesar que ya contaba con dos rayos menos, había resistido con estoicismo el rigor de la trepada, sin embargo ahora daban problemas la llanta y la cámara, las cuales fueron reparadas con paciencia de cirujano por las benditas manos de Kamary, quien es un experto en estos menesteres.

Cuando ya estuvo lista nos lanzamos a la aventura sin saber que allá abajo el martirio sería casi peor que la subida, los vericuetos por donde rodábamos eran bastante estrechos y había piedras en el camino que entorpecían la marcha, “el primer error era el último”.

Sin embargo eso no era lo más penoso, lo trágico aconteció cuando llegamos a un punto en que el camino desaparecía por completo y las rocas de todo tamaño se interponían a tu paso, mermando las ilusiones de encontrar Chontay varios kilómetros más abajo. No obstante las ganas persistían y en ese instante era cuando más se cumplía el dicho del poeta A. Machado que a la letra dice: “…caminante, no hay camino, se hace camino al andar”, así que tuvimos que sortear con vehemencia aquellas pétreas estructuras que dificultaban nuestro paso, bicicleta al hombro y a caminar se ha dicho. Así fuimos creando nuestro propio camino para acceder a aquellos que aún persistían a los caprichos de la naturaleza.

Fue un discurrir bastante largo, algunos tramos podían hacerse montados en la bicicleta, pero la mayor parte del camino era prácticamente intransitable a puro pedal. De esta forma íbamos cuesta abajo, abrigando la esperanza de encontrar Chontay para beber agua fresca. El panorama era bastante desolador, senderos mutilados, montañas por doquier y rocas de todo calibre otorgaban al paisaje un matiz espantoso que te hacían sentir una criatura miserable en medio de la nada. Hacia el lado derecho, y por debajo de nosotros, discurría el cauce del Río seco, el cual descendía desde lo alto de las montañas abriéndose paso caprichosamente por donde había querido. La naturaleza allí ha impuesto su orden y a pesar del aparente pandemonio que se observa, en ese ecosistema aún hay vida, las cactáceas lucen más esbeltas y colosales y las herbáceas ostentan flores amarillas y blancas, las lagartijas se siguen cruzando por el camino y algunos mosquitos hematófagos hacen mella en las pantorrillas.

Después de casi dos horas de recorrido y de poner a prueba nuestra voluntad y nuestro espíritu cicloaventurero, y luego de haber sorteado con éxito el cauce de un huayco antojadizo que decidió llevarse por completo gran parte del camino Inca, y después de haber levantado nuestras bicicletas por encima de dos metros para alcanzar la continuación del camino, llegamos a una curva y fue entonces que por fin alguien dijo ¡Tierra!..., perdón ¡Chontay!, y efectivamente era cierto, Kamary había pronunciado la bendita palabra, después Gerson, Juan y yo pudimos ver por fin, a lo lejos, el valle de Chontay, que se anunciaba como una plácida superficie de color verde, con muchas frutas, comida y agua, mucha agua. Sin embargo aún había que descender al cauce del Río seco para acceder a Chontay, todavía faltaban 2km aproximadamente, pero viendo el valle frente a nosotros la cosa resultaba más sencilla, sabíamos que ahí terminaría lo peor de la ruta. A estas alturas ya sabíamos que nadie iba a expectorar los pulmones por la boca como lo había anunciado el profeta Carlos y que nuestros beneficiarios, en caso de haber muerto estúpidamente en la oquedad de un río inerte, no usufructuarían nuestras miserias. Hasta aquí la idea del sueño cumplido era todo una realidad.
A los tres ciclistas que bajaron primero nunca los volvimos a ver, supongo que sobrevivieron a la tenaz cicloaventura de Intercuencas, más tarde sabríamos que por lo menos uno estaba vivo esperando en la casa de Gerson.
Culminando el cauce del Río seco, muy cerca de Chontay, hay un área que se está lotizando y los terrenos están cercados con alambres de púas, que apenas pueden verse a la distancia, si no fuera por Gerson, que los vio primero, habríamos quedado engarzados por el cuello, con un corolario infeliz al final de la jornada.
Una vez en Chontay, fuimos a la caza de la primera bodega, nos rehidratamos a gusto y aplacamos el hambre. Treinta minutos después, montados en nuestros caballos de aluminio, rodábamos los 20km que nos faltaban para llegar a Cieneguilla. La noche se fue imponiendo y al llegar al óvalo de Cieneguilla sabíamos que nadie se atrevería a trepar el serpentín que conduce a la Molina, así que contratamos un taxi para sortear aquella pendiente y ya en lo alto, luego de armar nuestras bicicletas, a las 7pm, nos lanzamos a pedalear los 20km que faltaban para llegar hasta el trébol de la Javier Prado. A las 7.50pm me despedí de Gerson y Kamary y enrumbé a mi casa llegando a las 8.30pm, al término de la jornada mi odómetro marcaba 122km.
Comentario final: la ruta es altamente exigente, requiere de un buen estado de salud y un físico envidiables. Hay que poseer una buena capacidad de orientación para no perderse y un buen sentido de equilibrio para no desbarrancarse. Hay que mantener la calma frente al sobre-estrés que te genera lo accidentado del terreno. Es imprescindible llevar alimentos energéticos y proteicos, el cuerpo sufre un desgaste tremendo de energía y los músculos se deterioran fácilmente. El agua es indispensable, hay que llevar lo más que se pueda en la bicicleta o la mochila. Es una ruta para valientes y experimentados, no apta para novatos. La bicicleta debe estar en excelentes condiciones.

sábado, 5 de septiembre de 2009

SAN MIGUEL DE VISO

SAN MIGUEL DE VISO
Rodando por los caminos del Perú

El domingo 30 de agosto me enrolé en un grupo de nueve avezados ciclistas decididos a conquistar los abismos de San Miguel de Viso, hasta entonces un lugar ignoto para mí. Lo cierto es que nadie del grupo había ido antes por allá, sin embargo aquello no fue obstáculo para dar rienda suelta a la aventura que ya nos tiene acostumbrado nuestro modesto oficio de cicloviajero. Es así cómo a fuerza de pura voluntad y ganas desaforadas de rodar nos fuimos por la ruta de lo desconocido.
Luego de haber pedaleado durante dos horas de Lima a Chosica, tiempo justo para alcanzar a Arturo, Gerson (KeniroBike), Kamary, Carlos (Y todo a pedal), Víctor y otros amigos que conocí allí, inicié mi periplo hacia la sierra de Huarochirí, llevado por un bus que en pocos minutos nos condujo a todos hasta el distrito de San Mateo (Km 95 de la carretera central), de donde iniciamos el descenso hacia Tambo de Viso (Km 81), un lugar enclavado en las enigmáticas alturas de la sierra de Lima, custodiado por enormes montañas que se elevan como dioses ante nuestro atónito mirar.

Luego de unas fotos de rigor iniciamos la trepada por un camino por donde era casi imposible pedalear, razón por la cual muchos decidimos caminar convirtiéndose así nuestro periplo en una ciclocaminata que dejó enormes satisfacciones, pues al fin y al cabo nosotros sabemos que el ciclismo comulga bien con el trekking, después de todo éramos sólo unas criaturas endebles y extrañas dentro de ese ecosistema que hacía de la suyas con nuestra frágil humanidad.

Luego de una hora de caminar y rodar por aquella trocha abrupta y empinada sólo era posible divisar abismos y más abismos aderesados con unos que otros Ichus, Molles y Cactus, así como paisajes emblemáticos que hacían gala de miles de años de evolución.

Treinta minutos más tarde, bastante desmejorados por la ciclocaminata, recién pudimos observar el pueblo de San Miguel de Viso, situado a 3000 msnm, colocado como un nacimiento navideño en lo alto de una montaña y resguardado por cientos de montañas aún más altas que se imponían como celosos guardianes de aquel lugar.

Después de siete kilómetros de ascenso, arriando nuestras bicicletas y famélicos a más no poder, por fin pudimos sentar nuestras posaderas en la plaza mayor de San Miguel de Viso, cristalizando así el sueño de un biker llamado Arturo y de otro llamado Gerson, culpables de que estuviéramos ahí. En el acto, un par de niños nos salen al encuentro y nos dicen que nunca habían visto venir un ciclista por sus tierras. Mientras tanto el pueblo celebraba una fiesta y la población en pleno se hallaba concentrada en un lugar distinto de la plaza mayor, lo cual fue motivo para que ocupáramos a nuestras anchas dicho recinto y fue en ese mismo lugar donde armamos el “bufé del ciclista”, la especialidad de la casa: atún con galletas, papas lay y bebidas adquiridos en una bodega que se quedó sin reservas luego que nuestro hambre viajero se apoderó de todo lo que se podía comer en aquel lugar.

Luego del almuerzo hicimos un registro fílmico y fotográfico del pueblo que, a propósito, luce muy bien y limpio. En uno de sus flancos hay una estatua de un ángel cuya espalda mira hacia un abismo de cuyo acantilado se puede observarse un imponente paisaje.

El acceso a la plaza mayor está precedido por una calle empedrada, a modo de escalinata. Hay otra entrada para el ingreso de vehículos, la cual conduce a la trocha carrozable por donde ascendimos.

A las tres de la tarde emprendimos el retorno, pero esta vez cortamos por un desvío de infarto, donde apenas cabías tú y tu bicicleta, el que se atrevía a pedalear por ese estrecho camino seguro que no estaba bien de la cabeza, no obstante algunos osados decidieron hacerlo con relativo éxito. El zigzagueante camino al borde de precipicios inimaginables no sería tan complicado si no tuvieras que cargar con tu bicicleta, pero más valía que te sujetes bien y sujetarla también a ella, pues ambos somos una unidad en esta suerte de peligros a los que nos exponemos voluntariamente algunos ciclistas, una mala pisada habría bastado para que tu voz se apague para siempre en la oquedad de esas montañas. Para suerte de todos, el descenso fue exitoso. Luego de pasar por una catarata llamada “miguelina” comenzamos a rodar cuesta abajo hasta llegar de nuevo al punto de partida (km 81 de la carretera central), hasta aquí lo mejor de la ruta ya había culminado.

Luego de protegernos contra el frío iniciamos el descenso hacia Lima. A la altura de Matucana (Km 75) cortamos por una trocha que lleva a San Jerónimo de Surco, estupenda ruta que te libera de la tensión que te generan los buses de la carretera central. Después de Surco todo fue asfalto hasta Chosica, previa ponchada de la llanta de Carlos en Ricardo Palma, luego un breve lonche chosicano a las 7pm y de allí hasta Vitarte (tráfico infernal). En el camino se fueron despidiendo Víctor, Arturo, Edgar y Carlos. Finalmente a las 9pm en el trebol de la Av. Javier Prado me despedí de Gerson, Kamary y Jonathan. Al llegar a mi casa a las 10pm mi odómetro marcaba 150 kilómetros, nada mal para un día completo de cicloaventura.



Ver más fotos aquí:
http://picasaweb.google.com/ciclotrebud/SanMiguelDeVisoHuarochiriPeru300809#

Ver vídeo aquí: http://www.youtube.com/watch?v=CYpX1oQPDy8